Mario Caballero / Columna

Letras Desnudas / Mario Caballero

*** El odio como máquina para ganar votos

Lo ocurrido en El Paso, Texas, no debe quedar sólo para el anecdotario. Como un simple reporte de nota roja. El brutal tiroteo que (hasta ahora) ha cobrado 22 vidas debe remover la consciencia social de mexicanos y estadunidenses por igual. Porque lo del sábado es una señal de alerta a reconsiderar el discurso de odio que muchos políticos en el mundo han utilizado para ganar votos. Pero es, al mismo tiempo, la culminación más trágica y violenta que no debería suceder en ningún país democrático.
Estados Unidos y México son naciones que a lo largo del tiempo han crecido y visto sus mejores años bajo regímenes democráticos. Comparten no sólo una vecindad geográfica, sino historias similares de esclavitud, emancipación, luchas civiles, crisis económicas, entre otros. Desde hace varias décadas nos unen tratados comerciales, relaciones diplomáticas, pero también conflictos fronterizos por el traslado ilegal de personas y narcotráfico. Y hasta hace no mucho esas relaciones bilaterales que trajeron beneficios para ambos países, se descompuso por el odio.
Esa descomposición inició en julio de 2015, cuando Donald Trump anunció por primera vez sus ambiciones presidenciales.
Pisó la arena política para encumbrarse en el poder, como cualquier otra persona que decide recorrer los inextricables caminos de la política. Pero lo hizo legitimando las viejas teorías de conspiración, envalentonando a los extremistas y avivando las llamas de la discordia racial. Siendo más específicos: alimentando el odio hacia la comunidad hispana y, especialmente, hacia la mexicana.
El odio hacia nosotros lo inició el 24 de febrero de 2015, luego de que el director mexicano, Alejandro Iñárritu, arrasara en la premiación de la academia: “México tuvo una gran noche en los Óscar. Y cómo no, si están acostumbrados a arrebatarnos lo nuestro más que ninguna otra nación”.
El 16 de junio dijo esto otro: “México no es nuestro amigo. Nos está ahogando económicamente”. Ese mismo día, durante el discurso de lanzamiento de su candidatura para las primarias del Partido Republicano, lanzó: “Cuando México nos manda gente, no nos mandan a los mejores. Nos mandan gente con un montón de problemas, que nos traen drogas, crimen, violadores…”.
Ya siendo presidente: “Es un asunto moral. El Estado sin ley de nuestra frontera sur es una amenaza para la seguridad y bienestar económica de Estados Unidos”. Ante las caravanas migrantes, comentó: “He enviado 3 mil 750 soldados más a nuestra frontera sur para que se preparen ante este ataque sin precedentes”.
Después, dijo: “Año tras año miles de estadunidenses son asesinados por extranjeros ilegales… Nadie debería sufrir el dolor que han tenido que pasar por ello”.
Así que sólo era cuestión de tiempo antes de que alguien pasara del discurso a escribir la regla con sangre. Porque Patrick Crusius, el joven de 21 años de edad que entró al centro comercial y comenzó a disparar contra la gente que estaba ahí, tenía un plan bien diseñado. Sabía que ese sitio era un lugar habitual donde muchos mexicanos de Ciudad Juárez llegaban de compras los fines de semana.
Según la policía, el joven no pertenecía a ninguna agrupación terrorista, fue el único atacante y no se resistió al arresto. Pero la respuesta que dio cuando le preguntaron cuál era su objetivo, fue terrorífica: “matar tantos mexicanos como fuera posible”.
Eso es lo que produce el discurso de odio: que alguien tome un rifle de asalto y salga a cazar humanos. Una joven madre, hispana, se arrojó sobre su hijo pequeño para protegerlo de los disparos de Patrick. Logró salvarle la vida entre la intensa lluvia de plomo, pero ella murió acribillada. Igual que la veintena de personas que yacían en el piso de la tienda, inundándolo todo con su sangre.
Los estadunidenses deberían repensar la continuidad de Trump, pues ya han experimentado que banalizar y promulgar la xenofobia, así como la supremacía del hombre blanco, tiene olor a muerte.
El 9 de mayo reciente, en un mitin, hablando de la necesidad de un muro fronterizo y lamentándose de las protecciones que se le otorgan a los migrantes, Trump preguntó: “¿Cómo se puede detener a estas personas?”. Alguien entre el público contestó: “¡Disparándoles!”. Y al presidente le causó tanta gracia que hasta soltó una carcajada.
Si por un lado hay odio, por el otro hay miedo. Cientos de miles de hombres y mujeres indocumentados se han visto obligados a abandonar sus rutinas, incluso han renunciado a la atención médica por temor a ser atrapados y deportados. La persecución de Trump también ha logrado romper la confianza entre los inmigrantes y las fuerzas del orden. Estudios indican, verbigracia, que es mucho menos probable que los inmigrantes denuncien los abusos domésticos por temor a ponerse en contacto con las autoridades.
En California, los delitos de odio contra los latinos han aumentado desde 2016, según un informe de la Comisión de Relaciones Humanas del Condado de Los Ángeles. Lo peor es que muchos crímenes de odio contra la comunidad hispana no se denuncian, como la salvaje golpiza al vendedor ambulante Pedro Daniel Reyes, que resultó con la mandíbula rota en la calle en el sur de Los Ángeles. Como el hostigamiento de Grecia Morán, residente de San José, por hablar español en una gasolinera.

EL DISCURSO DE ODIO EN MÉXICO
Llegado a este punto, donde una persona es capaz de salir a matar motivado por el odio racial, es necesario trasladarnos a lo que los mexicanos vivimos diariamente: a los mensajes de odio que todas las mañanas salen del Palacio Federal para encontrar eco en programas de televisión y radio, en diarios nacionales y estatales, en las redes sociales.
Obvio, no faltará quien diga que lo que pasa en Estados Unidos no puede compararse con lo de México. Estoy de acuerdo, pero parcialmente. Y sólo porque he de admitir que nosotros no tenemos el mismo acceso a las armas como lo tienen los ciudadanos norteamericanos. Pero el odio sigue siendo el mismo. No contra extranjeros, no. Sin embargo, el discurso de odio del presidente López Obrador ha logrado dividirnos entre buenos y malos, entre corruptos y honestos, entre conservadores y liberales, entre enemigos de la patria y amloístas, y eso ha provocado conflictos.
De la manera en que Trump ganó millones de simpatizantes alentando el racismo y la xenofobia, AMLO ganó seguidores que no sólo votaron por él, sino además aplauden sus insultos a la prensa y opositores, defienden sus caprichos y excesos, y hasta están dispuestos a partirse la cara con aquel que ose hablar mal de la cuarta transformación.
Ejemplos del discurso de odio sobran. En febrero, el presidente publicó una lista de exfuncionarios a los que calificó de inmorales porque –según él- conspiraron para destruir la industria eléctrica del país. Irónicamente, el que leyó esa lista fue Manuel Bartlett, quien no es conocido precisamente por ser un dechado de honestidad.
Pero eso fue suficiente para que cientos de personas adeptos al mandatario desplegaran un linchamiento mediático contra esos ex servidores públicos, contra esos que cometieron faltas imperdonables, contra los que vulneraron el interés de la patria al colocar su ambición por encima del deber. Lo mismo ocurrió cuando difundió una lista de periodistas y empresas que tuvieron contratos de publicidad oficial con la administración de Peña Nieto. Y su sola publicación fue una orden del “amado líder” para escupirlos, estigmatizarlos y desprestigiarlos.
No se puede seguir con ese discurso de odio. No se debe utilizar la Presidencia de la República para promover una cultura de linchamiento. Los que antes nos gobernaron tendrán sus culpas y deben rendirle cuentas a la justicia, pero por los medios legales. No exhibirlos para que el pueblo bueno y sabio actúe como crea más conveniente.
López Obrador se ha equivocado al elegir el odio para ganar seguidores y enfrentarse a la oposición. Debería entender que su palabra como presidente tiene un impacto directo en la vida de las personas que nombra. Es gratificante saber que hasta el momento no ha habido ningún incidente como el ocurrido en El Paso, en el que un fanático lopezobradorista asesine un integrante de la mafia del poder. Pero con ese antecedente deberíamos exigirle a AMLO que la voz del poder no siga siendo la voz de la aversión y del odio. Nosotros no queremos masacres. ¡Chao!

yomariocaballero@gmail.com