Mario Caballero / Columna

Letras Desnudas / Mario Caballero

*** La república del odio

Confieso que no comparto la forma personal de gobernar del presidente Andrés Manuel López Obrador. Eso de cancelar obras importantes por puro capricho, ordenar la construcción de una refinería, un tren y un aeropuerto sin contar siquiera con un plan maestro y en contra de los argumentos de expertos que las califican de inviables y no factibles; arremeter contra las instituciones autónomas; motivar la eliminación de fideicomisos que supone la cancelación de una infinidad de proyectos culturales, científicos, tecnológicos, deportivos y artísticos; centralizar los recursos y anteponer la justicia a las leyes, no puede llamarse gobierno sino autoritarismo.

Sin embargo, no podría estar más de acuerdo con él acerca de las atroces declaraciones de Francisco Martín Moreno, uno de sus críticos más tenaces, quien en el programa radiofónico de Pedro Ferriz dijo que “si pudiera regresar a la época de la Inquisición, yo colgaba, no, no colgaba: quemaba vivo a cada uno de los morenistas en el Zócalo capitalino”.

Debemos estar de acuerdo en que una cosa es la crítica al poder, la libertad de opinar sobre los temas de interés nacional, y otra muy diferente es tomar de excusa esa libertad para sembrar odio.

La libertad de expresión es un derecho de todos. Por el cual somos libres de recibir y dar información, divulgar nuestras ideas y transmitir por cualquier medio, ya sea oral, escrito o a través de las nuevas tecnologías, la opinión que nos merezca algún suceso de nuestro entorno. Tal vez de ahí nació la frase de que sin periodismo no hay democracia. Pues para que la democracia sobreviva necesita que el poder sea constantemente vigilado.

Y aunque ese derecho que está guardado en el Artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Carta Magna de muchos países en el mundo, no nos autoriza en ningún momento la difamación y el daño moral, situaciones que por ley son sancionables.

Podemos no estar de acuerdo en que el presidente López Obrador utilice su mayoría en el Congreso para modificar la Constitución y las leyes a su antojo, en lo mal que su administración ha manejado la emergencia sanitaria del coronavirus o en que está destinando mayores recursos a sus programas sociales que tienen claros fines electorales que a la educación, la salud y la cultura, pero no podemos escudarnos en la libertad de expresión para incitar al odio, a la violencia y a la división social, como hizo Martín Moreno.

“No me equivoqué en febrero de 2017cuando Martín Moreno dijo -con la estridencia que lo caracteriza- que no votaría por mí. Sin embargo, ahora que sostiene que nos quemaría a los morenistas uno a uno en el Zócalo, como en la Inquisición, me preocupa no sólo por la propagación del odio, sino por el silencio abrumador de los supuestos antifascistas”, respondió el presidente.

Tiene razón al reprochar las palabras del escritor y también al reclamar a sus críticos que no se deslindaron con claridad de esas aberraciones. La crítica no puede ser coartada para la inquina.

ODIO Y MÁS ODIO

Esa es la mayor declaración de odio que hayamos escuchado de un personaje público, en un medio público, en lo que va de este sexenio.

Ignoro totalmente los motivos por los que Francisco Martín Moreno dijo lo que dijo y si es consciente de las implicaciones genocidas de su expresión: la incitación a quemar vivos a los morenistas así porque sí, sólo por ser morenistas.

Lo que propuso con gran ligereza es una abominación, y la disculpa pública que ofreció fue muy trivial, insinuando que su obra literaria demuestra que no piensa lo que dijo. Si así es, ¿entonces por qué lo dijo?

De cualquier forma, no digo que haya significado algo, pero yo que en algunas ocasiones he censurado una que otra decisión del gobierno federal me deslindo tanto de las expresiones sanguinarias de Martín Moreno como de todo lo que pueda haber de democrático y complaciente en la obra de este escritor, que ha quedado sucia tras su declaración de intenciones monstruosas, del todo inaceptable para cualquier régimen democrático y nada justificable para toda crítica al poder.

No existe la menor duda que es la peor manifestación de odio que hayamos escuchado de un escritor conocido. Empero, hay muchísimas más que se han vertido a lo largo de este gobierno y muchas de ellas por parte de funcionarios de la Cuarta Transformación y del propio presidente de la República.

Por ejemplo, casi siempre que publico un texto en el que critico a algún funcionario, sea o no de MORENA, recibo comentarios despectivos hacia mi persona. Una que otra ocasión he leído comentarios prometiéndome o deseándome la muerte, por parte de personas que se autodefinen seguidores y que defienden ciegamente al presidente.

Una definición de odio es sentimiento de aversión y rechazo, muy intenso e incontrolable, hacia algo o alguien. El odio nos ciega, degrada la razón y envilece al ser humano. El odio no puede entenderse como el simple rechazo hacia algo o alguien porque es una emoción perversa que domina el entendimiento y nos provoca a cometer acciones espantosas. El que pierde la capacidad de razonar se convierte en un salvaje, en un esclavo de sus impulsos más primitivos e inhumanos, capaz de matar.

El presidente López Obrador mucho ha ayudado en la distribución de odio. Con su sonrisa socarrona, lanza los nombres de personas a las que no conoce, no ha estrechado la mano, no las ha visto a los ojos, no sabe nada de sus familiares, de sus creencias, de sus ilusiones, pero desde ya las tiene en una categoría: “minoría rapaz”.

“Traficantes de influencias”, “corruptos”, “ingratos”, son palabras que en casi todos sus discursos desnudan su odio interior.

Odia a los empresarios. A los miembros del Consejo Mexicano de Negocios los ha llamado “arrogantes”, “mañosos”, “deshonestos”, “se han dedicado a robar y a saquear”, “no quieren dejar de robar”, “camajanes”. Pero se olvida que millones de hogares en México viven el día a día y dependen de la prosperidad de las empresas. No se imagina que los alimentos en las casas provienen de los trabajos, oficios y actividades que ofrecen los empresarios. No comprende que para generar riqueza hay que trabajar, ¿y dónde hay trabajo? Pues en las empresas. Pero, en fin, los odia.

Al gobernador de Chihuahua, Javier Corral, lo ha llamado “poco gobernador para tanto pueblo”, “alcahuete”, “farsante, aprendiz de mafioso y canalla”. A Enrique Peña Nieto, “payaso de las cachetadas”, “pequeño faraón acomplejado”, “vulgar jefe de pandilla”. A los periodistas, “maiceados”, “¿de cuánto fue el chayote?”, “zopilotes”, “capos y voceros”, “calumniadores”, “oportunistas”. A Carlos Slim, “es parte del bandidaje oficial”. A la SCJN, “pura farsa”. A los magistrados del Tribunal Electoral, “corruptos y malandrines”. A Felipe Calderón, “sepulcro blanqueado”, “mugre”, “piltrafa moral”. Etcétera.

López Obrador exige de sus críticos un deslinde, pero él no se disculpa por el odio que ha desparramado en todo el país y hasta el momento no hemos escuchado que se deslinde de los discursos de rabia de sus funcionarios públicos.

No se ha deslindado, verbigracia, de las declaraciones de Paco Ignacio Taibo II, su director del Fondo de Cultura Económica, quien el mes pasado les dijo a los escritores Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze:

“Sugeriría a los hijos de la operación Berlín y el baile interminable de la lana, que más les vale que se queden en su esquina o que vayan cambiando de país”. Y aseguró que no era una amenaza, sino sólo “un consejo fraternal”.

UN DESLINDE PAREJO

Veámoslo de este modo: las declaraciones de Francisco Martín Moreno son aberrantes, intolerables y provocan horror, pero entre los dichos de éste y los de Taibo II hay una gran diferencia. Martín Moreno no tiene poder para cumplir sus intenciones de quemar vivos a los morenistas en el Zócalo capitalino, pero Taibo sí puede hostigar, perseguir y hasta correr del país a los escritores mencionados y a cualquier otra persona que se le antoje.

Andrés Manuel López Obrador debería ser parejo en su exigencia de deslinde en éstas y otras expresiones de odio. No debería quedarse callado, porque con su silencio otorga respaldo cómplice a sus seguidores y funcionarios que se le unen al coro de odio.

Un deslinde de su parte en este sentido le vendría muy bien a la nación. ¡Chao!

yomariocaballero@gmail.com